15 de junio de 2010

Hijo e´Mandinga

Pintura de Emil Nolde

Hijo e´Mandinga

Mónica Sabbatiello



«Y no hallé cosa en que poner los ojos

que no fuese recuerdo de la muerte»

Quevedo



Anselmo Cifuentes nació con barba y ojos maliciosos. Parecía un viejo. Lo más chocante eran sus uñas retráctiles de felino. La vieja del pantano lo explicó a su manera. “Cuando llegó a este mundo la luna se puso negra y su madre enmudeció, de puro espanto. Es un hijo e’Mandinga”. La gauchada presuponía que ningún otro que el diablo podía ser su padre.


Su vieja no recuperó la voz y se fue deshilachando, cada vez más flaca y consumida. Murió cuando Anselmo ya sabía usar sus zarpas para cazar comadrejas, peludos y vizcachas. Le dejó una tapera de adobe con suelo de tierra apisonada, un espejo roto y un peine con cuatro dientes enganchados como vinchucas, en una crin de potranca. Y así fue creciendo, en la opresión del paisaje pampeano.


A una legua del rancho estaba la pulpería, epicentro de riñas de gallos y peleas con cuchillo. Cuando Anselmo se dejaba caer por ahí, se ahuecaba el murmullo. Las bravuconadas del retruco o del falta envido, pendían entonces un instante a media voz, como pelusillas sobresaltadas, entre el humo del tabaco. Los gauchos tenían motivos para temerle.


Siempre bebía solo, acodado en el estaño, la espalda contra la pared. Nadie usaba su rincón. No eran cobardes esos gauchos. No señor. Pero la memoria de las víctimas de Anselmo Cifuentes los retenía con cincha tirante, carcomidos por un bilioso rumiar.


Muchos murieron entre sus uñas. Los que zafaron a la parca, tras un encontronazo, llevaban bordados en las mejillas los enrojecidos costurones. Sus garras eran más bravas que el mejor facón y desmerecían las destrezas criollas de los mejores cuchilleros.


Pero aquella noche la luna asomaba rara y oscura. Como cuando nació. Y él bebía más que nunca. Un crujir en la madera, un aullido quizás de perro o de lobo, lo distrajeron. Y luego, ese gesto fallido. La mano derecha que se le enredó en el poncho, los dedos entre esas lanas del color de la patria, ese murmurado carajo entre salivas, el violento tirón hacia atrás del brazo y al fin los estallidos como de cristales. Sus uñas retráctiles, una tras otra, arrancadas de cuajo.


Levantó el brazo y la sangre se precipitó hacia los codos, siguiendo curvas entre orillas de pelos. Su rostro renegrido por los vientos adquirió una pátina cerosa. Su bravura se eclipsó. Quién se lo creería.


La gauchada se fue arrimando. Y animando. Llegó tu hora, maldito, dijo uno. Y un facón con brillos de plata cortó el tufo, para perderse en el corazón de Anselmo. Hasta la empuñadura. Cayó arrastrando las botellas, los naipes y los vasos. El suelo avanzó hacia él poco a poco, mientras se le iba dibujando una sonrisa de bebé. La que le fijó en la cara el cincel irrebatible. La primera y la última de Anselmo Cifuentes.


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